A fines de agosto, la Legislatura Porteña aprobó la “Ley Brisa”, que entrega una reparación económica a todos aquellos niños y jóvenes que quedaron huérfanos por causa de un femicidio. Pero si bien esta ley ayuda a muchas víctimas colaterales a seguir adelante, hay muchas más que aún no encuentran una solución, o al menos una ayuda, luego de sufrir en carne propia los efectos irremediables de un abuso. En una charla con C., una joven de 26 años, conoceremos cómo es seguir con la vida luego de ser abusada por un familiar, en este caso su tío, quien no será nunca condenado por no contarse con las pruebas suficientes para llevarlo a juicio. La Ley Brisa -llamada así por el caso de una joven asesinada en 2014, una de cuyas hijas tenía ese nombre- contó con 57 votos a favor, es decir que todos lo bloques la apoyaron; establece una reparación económica equivalente a una jubilación mínima (7246 pesos) hasta que la afectada cumpla 21 años. C. escucha la noticia y sonríe: “No quiero decir que ésto no es una victoria, porque lo es, pero para mí es un paso más hacia la nada”. C., que ahora está en busca de trabajo y es estudiante, toma fuerzas para contar su historia: “Yo tenía 8 años, él es mi tío, siempre jugaba conmigo y me abrazaba mucho, para mí era normal que fuera así, pero un día ya se pasó. Era un cumpleaños, toda la familia estaba en la suya, yo era la única nena y jugaba sola, él siempre venía a charlarme y me decía que era muy linda. Me sentó a upa y me acuerdo de cómo me levantó el vestido y me ‘apoyó’, yo no me daba cuenta. Hasta que me tocó y me quería ir, no me dejaba, fue horrible”. Lo relata con los ojos llenos de lágrimas, pero sin permitirse llorar. “Yo ya lloré y grité. No sirve de nada”. Toma aire y continúa: “Él era ‘el tío copado’, así que yo pensaba que no estaba mal lo que hacía, aunque me sintiera incomoda. Porque él me decía que ‘las nenas lindas ésto lo hacían todo el tiempo’”.
No ahonda mucho más en el hecho, pero sí cuenta que no fue sólo esa vez, que fueron unas tres más. Hasta que no quiso ir más a las fiestas familiares. Toda su vida cambió: “Me sentía mal, siempre tenía ganas de llorar, en la escuela decían que era porque no quería crecer o cosas así. Me mandaron a la pedagoga, pero ella decía que era porque en casa mis viejos peleaban mucho. Hasta que a los 11 años me mandaron una a psicóloga; la mina me llevó re bien, hasta que un día me preguntó por la cosa que más odiaba de mi vida y se lo conté. De ahí en más fue una montaña rusa. Ella llamó a mis viejos y se lo dijo, mi papá quería ir a buscarlo, lo hizo, este tío era su primo, creo que le pegó, no estoy segura, no es un momento que yo recuerde; todo ese tiempo, desde que lo conté, es cómo una nube. Él negó todo y dijo que decía eso porque estaba enamorada de él, cómo que me hacía fantasías con él. Hicieron la denuncia, le conté a muchas personas lo que pasó en la ‘habitación del espejo’ (cámara gesel), todos me prometían que iban a hacer algo, pero cuando llegó el momento de la verdad no teníamos nada. Con el tiempo entendí que como no lo conté en el momento y no hubo violación explícita, no podía probar que él lo había hecho. Él está libre, tranquilo, tiene familia. ¡Tiene una hija! Y no podemos hacer nada. Ya pasaron casi 20 años, y a mí me arruinó. No sólo el hecho en sí, sino que mi abusador está ahí, libre. No hay una ley para eso. Por eso yo sé que la Ley Brisa es buena para muchos, pero para los casos como el mío no existe una ley. Nos ayudan con algo de contención en algunas asociaciones, pero ante la ley somos ‘una duda’, pudo pasar, pudo inventarlo, nadie pone las manos en el fuego por mí”.
¿Qué hacer en estos casos? ¿Cómo se ayuda a víctimas que ante la ley ni siquiera son víctimas? La aprobación de la ley es un paso importante, pero no se puede parar ahí. Cómo C. hay miles de chicos y chicas en la misma situación, que son víctimas de abuso y viven el día a día sabiendo que su abusador está libre y pueden cruzarlo en cualquier momento de su vida. Son jóvenes o niños que crecen marcados de por vida. C. se prometió seguir adelante, luchar por una condena pero él sale airoso de todos los test psicológicos que le realizan y encima la culpa a ella por ‘inventar’ la historia. Una parte de la familia le cree, otra parte no. “Si ni mi propia familia me cree, ¿cómo me va a creer la jueza?”, se pregunta. C. quiere que esa parte de su vida no la marque más. Cuenta ésto como un ejemplo de lo delgada que es la línea de la justicia en el tema de abusos sexuales a menores. Ella, como muchos más, sigue adelante, con su pasado a cuestas, pero con la esperanza de que un día la palabra de una chica de 11 años baste para que un abusador, al menos, tenga que afrontar un juicio.
Patricio Barrese y Melina Córdoba