Una hoja en blanco y cientos de palabras que pelean por salir formando un cuello de botella que, irónicamente, no dejan salir siquiera una letra. La música de fondo invita a mover el pie debajo de la mesa al ritmo del “tunga tunga” y en la voz él, que canta las penas y alegrías de una minoría que cada vez es más grande.
“Cuando era humano, solía llamarse Juan Carlos Jiménez Rufino, pero desde los 16 años fue bautizado como ‘La Mona’ Jiménez”, así lo presenta el sitio oficial www.cmj.com.ar en su biografía; y lo más fácil sería pensar en la similitud que puede tener con los primates pero, ¿realmente a lo que se refieren esas líneas es al parecido físico? ¿O simplemente es un juego de palabras para decir que Jiménez trascendió los límites de la carne y pasó al terreno de los inmortales? Depende a quién se le pregunte. Una gran mayoría sonreirá por la absurdidad de la pregunta, pero a otra gran minoría los dejará pensando en silencio y un brillo se empezará a ver en sus ojos. Es en ese preciso momento en que el silencio meditabundo se inunda de recuerdos, letras, frases, historias y se materializa en pequeñas gotas que recorren la mejilla. “Lo más grande que hay para mí es la Mona, mi hija se llama Jimena por la Mona. Yo lloro por la Mona y mi hija llora por la Mona”, dijo Antonio con lágrimas en los ojos mientras era entrevistado en la puerta del Luna Park. Dentro, Jiménez soltaba un repertorio plagado de himnos populares que poco tienen que ver con “Beso a Beso” o “El Bum-Bum”, clásicos que lo posicionaron en la escena porteña pero que no sirven para explicar el fenómeno, y Antonio, haciendo honor al tango, pegaba la ñata contra el vidrio sufriendo por no tener el dinero para estar allí.
“Él era un federal, chapa en mano combatía el mal, sólo una marca en el pasado, a su propio hijo había abandonado. Él era un chico de la calle, que haciendo changas mantenía a su madre, y en la flor de su inocencia tuvo un romance con la delincuencia”, arrancó entonando acompañado por un golpe que marcaba el tempo y el grito desgarrador del público. Mientras la canción relata como un policía mató a su hijo sin saberlo que era él, la gente entra en un trance que va de la felicidad por escuchar un clásico a la melancolía propia, tal vez, del recuerdo de un ser querido que murió de la misma manera.
Con 90 discos publicados y más de 50 años en la música, se ha encargado de pasar por todos los temas que afectan a ese sector social que tan devotamente lo sigue. En una sociedad que fomenta la desigualdad y profundiza los males que la aquejan, no es casual que el Mandamás —como es conocido en el mundo del cuarteto— haya calado tan hondo en el corazón del pueblo. Jóvenes en prisión, chicos de la calle, madres jóvenes, madres solteras, desempleados, excluidos, locos, bohemios, renegados, desamorados, adictos, trabajadoras sexuales, traidores y traicionados, todos tienen un lugar en la vasta discografía del cordobés. Para ellos, La Mona no es un cantante, es quien relata sus pesares y, al ritmo del piano, bajo y acordeón, los hace bailar aunque sus almas lloren.
Así como una membresía a un club o un vehículo alemán implican pertenencia, La Mona se encargó de que todos se sintieran representados en sus shows, por lo que a sus canciones testimoniales sumó un alfabeto propio que sirve para que cualquier integrante del público le pueda hacer saber desde donde viene peregrinando; sin contar los sorteos enfocados netamente a los que gastan los calzados para “parar la olla”. Motos, taxis con licencias, dinero en efectivo son solo algunos de los premios que solía entregar en tiempos de prepandemia.
A través del cuarteto se convirtió en un fenómeno que desnuda la falta de empatía que se respira en estos tiempos. Aquellos que no lo comprenden en muchos casos son también dueños de un par de oídos apáticos que reducen la magia musical a términos como tenor, soprano o barítono y omiten que la música puede ser el vehículo que conecta a los seres humanos con los sentimientos más profundos. En tanto, sin apelar a metáforas que carecen de sentido ni a mensajes indescifrables, Carlitos “La Mona” Jiménez le dio voz a aquellos que son golpeados diariamente por la vida y sólo son atendidos cuando el oportunismo dice presente. Con una sonrisa tatuada y un ritmo sin igual, lleva medio siglo siendo el refugio de ese estrato que —como dice la canción— huele a “colonia barata”.
César Emiliano Gaetán