En 1988, Alejandro Dolina, uno de los más interesantes pensadores urbanos modernos, publicaba una de sus obras más aclamadas: “Crónicas del Ángel Gris”. Muchos años después, la mayor parte de las reflexiones del libro, volcadas muchas en forma de anécdotas, en boca de personajes memorables, gozan de una furiosa actualidad. Quizás, las relacionadas con el fútbol, aquellas que refieren a potreros, jugadores profesionales mezclándose con amateurs y equipos de barrio, no tengan relación con el mundo moderno, pero evocan un pasado romántico, creador de las bases del fútbol argentino.
Un pequeño pasaje está destinado, a los “Apuntes del fútbol en Flores”, un conjunto de anotaciones que guarda uno de los personajes y que rememora situaciones del más diverso tenor. Por ejemplo, la historia de aquel equipo de Villa Rizzo contra el que no se podía jugar sin recibir una paliza: “Si un cuadro tiene la mala ocurrencia de ganar, su destrucción se concreta a modo de venganza. Si el resultado es una igualdad, la biaba obra como desempate. Y si, como ocurre casi siempre, los visitantes pierden, la violencia toma el nombre de castigo a la torpeza”. O un potrero de Palermo, que entre los yuyos ocultaba una canilla que frenaba los ataques de los delanteros más veloces.
También se destaca la triste historia de Rosendo Bottaro, un talento del fútbol profesional, que tras su retiro, fue convencido para integrar un equipo de barrio y pese a la fe que le tenían sus compañeros, no le fue de la mejor forma. “En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan (…) Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza”, contaban las páginas del cuaderno de apuntes. Ya sobre el final del partido, los compañeros no lo vieron más y cuando lo buscaron para que devolviera la camiseta había desaparecido: “Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto. Dicen que iba llorando”.
Aunque quizás, la más destacada sea la del colorado De Felipe, un árbitro que se destacaba por su justicia. No porque cobrara lo que la jugada demandaba, sino porque evaluaba las condiciones morales de cada protagonista a la hora de pitar: “Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención”. Consideraba que no estaba para hacer cumplir el reglamento, sino para aportar nobleza al universo.
Juan Ignacio Minotti. 2°B TT.