Hace 25 años, en los Martín Fierro 2000, María Valenzuela alzó su estatuilla y lanzó un grito que quedó para siempre: “¡Aguante la ficción, carajo!”. No fue solo una arenga emotiva. Fue una advertencia. El avance de los realities como Gran Hermano o El Bar comenzaba a correr de la escena a la ficción nacional.
Un cuarto de siglo después, el panorama se agravó. La televisión abierta está repleta de realities, concursos y programas de entretenimiento pensados para lo viral e inmediato. ¿Y las novelas que marcaron generaciones? Ausentes, silencio donde antes hubo historias.
Durante décadas, la TV argentina fue una potencia narrativa. Desde Rolando Rivas, taxista y Piel Naranja hasta Muñeca Brava, Chiquititas, El Marginal, Casi Ángeles o Buenos Chicos, la ficción moldeó vínculos, costumbres y rituales. A las 21:30 se ponía la mesa para ver “la novela”. No era solo entretenimiento,era una cultura compartida.
Hoy, el auge del streaming cambió los hábitos: cada uno elige qué ver, cuándo y cómo. Plataformas como Netflix, Star+ o Disney+ producen ficciones nacionales de gran calidad como El Eternauta, Envidiosa, Coppola pero se ven en soledad, sin el ritual colectivo de la TV abierta.
Al mismo tiempo, el boom de Luzu, Olga o Blender capturó nuevas audiencias con charlas y juegos en vivo, formatos más ágiles y económicos que una tira de 150 capítulos.
Desde lo económico, hacer entretenimiento en vivo es más rentable. Pero dejar afuera la ficción es renunciar a nuestra identidad. Las novelas argentinas contaron las crisis económicas, las miserias sociales, la dictadura, la homosexualidad, el aborto y nuestras desigualdades. Generaron memoria colectiva.
Hoy más que nunca, el grito de Valenzuela resuena. La ficción en TV abierta era uno de los últimos rituales comunes. Si desaparece, perdemos más que rating: perdemos la posibilidad de emocionarnos juntos. Y eso, ningún algoritmo lo puede reemplazar.
Aguante la ficción, carajo.