Ficción realista o realidad hecha ficción, el orden de los factores no altera el producto, en ambos casos estas piezas de la literatura muestran una aterradora vigencia si se piensa que sus salidas a la luz fueron en 1949 (1984) y 1932 (Un mundo feliz). La parodia de la sociedad actual que muestran en sus líneas resultan una invitación ineludible a ser leídos por cualquier persona que se tope con alguno de ellos pero, sobre todo, forman parte de la “bibliografía obligatoria” para aquellos que sudan un mar de dudas y cuestionamientos por sus poros.
El futuro llegó hace rato
Enfocados netamente en las historias, uno de los puntos de contacto entre las obras es el escenario futurista sobre el que transcurren. Esta herramienta utilizada por los autores les permitió en esa época solapar sus denuncias y premoniciones bajo un contexto distópico.
En el caso de 1984, Orwell volcó todo el bagaje que traía por haber formado parte de un ejército de resistencia que luchó contra el general Franco en la guerra civil española, cuando formaba parte de un pequeño movimiento marxista llamado POUM. Esa breve pero intensa visión en primera persona, sumada a toda la información y testimonios recolectados del régimen totalitario que se vivió en esos años, fueron el andamio en el que se apoyó para armar lo que según él no era una profecía sino una “exageración satírica de la historia reciente”.
El régimen estalinista fue una de sus grandes musas, naturalmente el nazismo fue otro ismo que hizo grandes aportes a su pluma. Cada uno con sus matices, las ideas totalitaristas no distan mucho más allá del artífice de turno.
Como suelen prevenir muchas series o películas en su inicios con un mensaje rápido que afirma que “cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia”, Orwell hace honor a esa premisa y, a través de otros nombres o actos, homenajea ciertos pasajes que tuvo la historia, como por ejemplo el caso de Pavlik Morozov, el «niño héroe» soviético de 13 años que presuntamente fue asesinado en 1932 por su familia al traicionar a su padre y denunciarlo con la policía secreta. Con el paso de los años se supo que la historia de Pavlik fue una especie de mito creado por la propaganda soviética para demostrar que la lealtad al Estado era incluso más importante que la lealtad a la propia familia. Cierto o no, fue una historia que Orwell bien supo capitalizar y la adaptó a su libro.
«Decir la verdad en tiempos de engaño universal es un acto revolucionario»
George Orwell
En el recorrido de toda la obra, Orwell maneja un nivel de detalle y precisión que impactó a esos ciudadanos del bloque soviético que leyeron alguna edición clandestina de 1984. Les resultaba inentendible como un autor británico que no había pisado ese suelo podía describir tan fielmente la sociedad en la que ellos vivían.
Pero como toda obra maestra 1984 tiene un as bajo la manga. Como si fuera poco con retratar y denunciar todas las heridas que genera un régimen totalitario, Orwell usa toda esa historia para poner al lector en una situación más que incomoda en lo que para muchos es el punto cumbre de la obra. Pero no hay chances de que eso se diga en estas líneas, sólo nos limitaremos a nombrar “la habitación 101”, el resto es parte del trance de la lectura.
Así como Orwell jugó el rol de denunciante con 1984, Aldous Huxley fue una especie de Nostradamus con las premoniciones que anunció en “Un mundo feliz”, es más, dadas las incongruencias que tuvieron ciertas predicciones del alquimista francés del siglo XVI se podría decir que Huxley lo ha superado ampliamente con la precisión de sus presagios en “Un mundo feliz”.
Una ficción sorprendentemente realista, que muestra como una dictadura no siempre necesita de un tirano uniformado que siembre el terror y forje el respeto en base al miedo, sino que, muy por el contrario, puede ser una democracia plagada de entretenimiento y estímulos que no le permitan a cada persona detenerse un minuto a pensar y reflexionar. Pero lo más aterrador de ello sería que los ciudadanos se sentirían libres y amarían ese régimen democrático. Nuevamente, cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.
Temas como el consumismo y la comodidad o la idea de “fabricar humanos” en una especie de línea de producción son tratados con una contemporaneidad impactante que le dan a Huxley -como mínimo- el premio de visionario. Si bien hoy una persona que lea “Un mundo feliz” puede tener la sensación de que es un relato ficticio de lo que hoy sucede en ciertas partes del globo, es necesario recordar y entender que esa novela fue escrita 3 años después de la crisis económica del ’29. ¿Un viajero en el tiempo, un visionario, un genio? Quien sabe, lo importante es que lo volcó en un papel para la eternidad.
“Comunidad, Identidad, Estabilidad” reza el lema de esa sociedad futurista. Sociedad en la que el arte y la cultura son de las pocas cosas que están prohibidas pero, naturalmente, es para beneficio de los individuos ya que corrompen el orden porque hacen cuestionamientos y obligan de manera tácita a que los individuos se hagan preguntas o tengan otros sentimientos distintos a la felicidad. Por suerte para eso existe el Soma que “con un solo gramo cura diez sentimientos melancólicos”. Entretener y distraer, la mejor receta para gobernar.
Pero no todo se trata del relato futurista de una sociedad feliz, Huxley también se toma su momento para llevar al lector contra las cuerdas y lanza una serie de preguntas derecho al mentón: ¿Una sociedad de seres humanos o de seres perfectos? No más preguntas su señoría.
“No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la Estabilidad.”
Un mundo feliz
Ya sea a través del terror, la censura y el odio por el enemigo visible o el entretenimiento constante y la felicidad vacía de pensamiento como único norte, estos dos autores han sabido retratar dos modelos de mundos. Los mismos hechos de la historia reciente son los que no les permiten acumular polvo en las bibliotecas dada su vigencia arrolladora. Libros de consulta para unos o de cabecera para otros, estos dos clásicos de la literatura son de esos títulos que más de uno no quiere que los jóvenes lean.
César Emiliano Gaetán