De un lado de la red, una jugadora británica de 18 años, número 150 del ranking; del otro, una canadiense de 19, que ocupaba el puesto 73. La final del US Open entre las jóvenes Emma Raducanu y Leylah Fernandez fue una verdadera sorpresa. Sin embargo, el tenis femenino hace tiempo que busca una reina y lo que sucedió en Nueva York fue una muestra más de ello.
Pero, ¿cuándo empezó esa sensación de que casi cualquier cosa puede pasar? La época clave para marcar el inicio de esta tendencia son las temporadas transcurridas entre 2015 y 2017. La primera, en la que Serena Williams casi logra el Grand Slam calendario. La segunda, en la que ganó su vigésimo tercer y último grande en el Abierto de Australia contra su hermana Venus; y, un trimestre después de aquel glorioso enero en el que superó la marca de Steffi Graf (22 GS, solo superada por Margaret Court con 24, una marca pendiente para Serena), anunció oficialmente que su embarazo.
Sin embargo, aunque esos puntos sirvan para contextualizar el poderío que tenía por aquellos días última gran ídola, hay una fecha aún más precisa para marcar un antes y después en el trono del tenis femenino. Luego de que Williams dejó de ser la número uno del ranking en septiembre de 2016 con un récord de 186 semanas consecutivas en la cima, nadie pudo mantenerse con solidez y por demasiado tiempo en ese puesto. Además de dos nuevos cortos reinados de la estadounidense, Angelique Kerber, Karolina Pliskova, Garbiñe Muguruza, Simona Halep, Caroline Wozniacki, Naomi Osaka y Ashleigh Barty se han pasado la pelota entre ellas; ocho nombres distintos, con quince alternancias en total desde entonces.
Ahora bien, el ranking no siempre es equivalente a títulos, claro está. De hecho, lo que actualmente sucede con Barty lo evidencia. A pesar de que la australiana tiene en su posesión la corona desde hace más de dos años, eso no ha sido sinónimos de superioridad absoluta dentro de la cancha: ganó sólo 2 de los últimos 23 majors, pero algunos títulos en torneos WTA 1000 (tres) y 500 (cuatro) le han permitido escalar hasta la cumbre de todas formas.
En este sentido, desde que Serena estuvo a un máster de completar el Grand Slam en aquella temporada 2015 y, un año más tarde, Kerber levantó el trofeo en los dos grandes que se disputan sobre cancha dura, nadie ha podido llevarse más de un campeonato en la misma temporada. Además, en ese tiempo más de la mitad (14/27) de las ganadoras de los torneos grandes fueron primerizas: la propia alemana, Flavia Pennetta, Muguruza, Jeļena Ostapenko, Sloane Stephens, Wozniacki, Halep, Osaka, Barty, Andreescu, Sofia Kenin, Iga Świątek, Barbora Krejčíková, y la flamante Emma Raducanu. Nombres nuevos, que eventualmente se repitieron en la posterioridad, pero que en su momento fueron un batacazo.
La gran cuestión en todo esto es, ¿por qué? Si se lo compara con la rama masculina, el «Big Three» se apoderó de la escena desde principios de siglo. Entre Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic han ganado sesenta de los últimos setenta y cinco Grand Slams de la historia. Las realidades son muy distintas, sí. Un factor diferencial que podría analizarse al respecto es el hecho de que en los torneos grandes los hombres juegan al mejor de cinco sets y las mujeres a tres. Así, debido a que una mayor duración tiende a favorecer el predominio de quien tiene mejor ranking en cancha, se podría explicar parcialmente la mayor paridad en las damas.
Sin embargo, cabe preguntarse cuál de las dos situaciones es la “normal” y cuál requiere aclaración por su particularidad; porque, a fin de cuentas, que tres de los nombres más grandes de todos los tiempos en el deporte de la raqueta hayan coincidido y se repartan entre sí casi todos los torneos que juegan, tampoco es algo terrenal. ¿Será que con Serena Williams se va la última jugadora proveniente de otro planeta y por eso la igualdad entre jugadoras es tal? Solo la historia lo dirá.
Natalia Schaller – 2°A T.M.