“El tenista del pueblo”. Esa fue la definición que utilizó El Gráfico para referirse a Juan Martin Del Potro, tras colgarse una histórica medalla de plata en los juegos olímpicos de Río de Janeiro 2016, la segunda presea olímpica para su vitrina, ya que se había alzado con el bronce en Londres 2012. Es que no es casualidad dicho apodo. Porque si hubo un quiebre definitivo para el tandilense en su vínculo con el hincha argentino fue, sin dudas, esta actuación en Río. El apoyo del público lo acompañó en todo su andar, en cada una de sus actuaciones: desde las tribunas retumbando el clásico “olé, olé, olé, Delpo Delpo…”, hasta detrás de una pantalla de televisión, y en cada rincón donde había un alma argentina.
La Torre de Tandil había logrado una hazaña. Un hecho histórico. Pero no solo desde lo deportivo, sino también desde lo afectivo y emocional. Había trascendido una barrera muchas veces difícil de lograr, que no es para todos: se metió en el corazón de la gente que, como nunca, sintió que esa torre de casi dos metros llevaba la bandera celeste y blanca enganchada en el grip. Los datos lo avalan: la final que perdió con Murray alcanzó loa 35 puntos de rating, la cifra de un River-Boca que define un campeonato.
Del Potro llegó a dicha competencia prácticamente como un espectador más desde las ilusiones deportivas. Fue a ver qué pasaba, cómo se sentía, o, en definitiva, eso creía el imaginario popular. El motivo es de público conocimiento, y es tan simple como que durante prácticamente todo el 2015 y comienzos del 2016, las lesiones en la muñeca lo habían marginado de las pistas a lo largo de 11 eternos meses, en los que incluso pensó seriamente la posibilidad del retiro.
Pero Delpo, experimentado conocedor de la materia resiliencia, destrozó cualquier tipo de pronóstico y despachó en su debut al serbio Novak Djokovic. Esas lágrimas de emoción al superar al entonces número 1 del planeta tenis eran solo el comienzo de un auspicioso y largo recorrido. Porque después de ganarle al mejor tenista del mundo hizo lo propio con el portugués Joao Sousa en 3 sets y más tarde con el japonés Taro Daniel también en 3 parciales. En cuartos venció al español Bautista Agut en 2, para luego derrotar, en un encuentro dramático, a Rafael Nadal en las semifinales y así asegurarse, al menos, una medalla de plata.
“Yo sentía que el partido mío era con Nadal porque ahí era asegurarme una medalla, y jugar 3 horas con Nadal no es lo mismo que jugar con otro jugador, porque para ganarle a Rafa hay que siempre pegarle 3 o 4 pelotas más por punto. Cuando me tiré al piso y sentí que había ganado la medalla fue un gran alivio físico y mental. Al otro día era la final, con Murray, que no me lo iba a poner fácil. Pero a veces el cansancio se supera con ganas de jugar y el amor propio que me salía pensando en ese estadio maravilloso y en la gente que me apoyó desde acá. Siempre juntaba un poquito más de fuerza para correr y correr, hice lo que pude en la final, estuve cerquita. Me costaba respirar, tenía las piernas súper duras, y hasta perdí 3 uñas del pie derecho en la cancha”, contó Del Potro.
El final es conocido por todos. El tandilense no pudo con Murray en la lucha por la dorada, pero sí pudo contra todo pensamiento exitista reinante en nuestro país, en el que solo vale ser campeón. Porque paradójicamente, el público argentino lo entendió: Delpo no perdió la medalla de oro; ganó la de plata.
El Gráfico plasmó en su tapa a Juan Martín Del Potro –junto al resto de los medallistas olímpicos argentinos- a modo de reconocimiento y gratitud ante la hazaña conseguida por el gigante, quien en la actualidad continúa escribiendo páginas doradas en su carrera. Pero, sobre todo, porque nada se pondrá en el mismo peldaño que dicho logro. Aquel que le brindó un estatus especial, así como lo califica la revista: el del “tenista del pueblo”.
Autor: Marcos Carena