La enfermedad de Parkinson es neurodegenerativa crónica, y en el mundo surge en niños, adolescentes, pero sobre todo en adultos mayores a 60 años y se caracteriza por la bradicinesia (movimiento lento), temblor y rigidez (aumento del tono muscular) del ser humano. Se la clasifica como un trastorno del movimiento, aunque también desencadena alteraciones en la función cognitiva, dolor, depresión y distintas alteraciones en el funcionamiento del sistema nervioso autónomo. Esta enfermedad aumenta su severidad con el tiempo, tras una destrucción progresiva de las neuronas pigmentadas de la sustancia negra.
Una de las formas de reconocer esta enfermedad es a través de técnicas de imagen cerebral o analíticas sanguíneas. Las técnicas de imagen cerebral, como la resonancia magnética, la tomografía por emisión de positrones o la tomografía por emisión de fotón único, son eficaces a la hora de excluir otras dolencias que desencadenen síntomas parecidos a los de esta enfermedad, como un accidente cerebrovascular o un tumor cerebral. Por otro lado, las evaluaciones analíticas sanguíneas tienen el objetivo de descartar otros posibles trastornos, como el hipotiroidismo, una disfunción hepática o patologías autoinmunes.
El diagnóstico puede ser muy complejo. Esta dificultad en la diagnosis produce que aparezca en los primeros estadios de la enfermedad, cuando los síntomas que el paciente presenta pueden ser atribuidos a otros trastornos. Consecuencia directa de este hecho es la elaboración de diagnósticos erróneos. Tras esta enfermedad, lo aconsejable es realizar un interrogatorio al paciente para averiguar otras posibles causas que diferencien a la enfermedad de Parkinson con otras enfermedades, ya que de inicio no existe una diferencia clara en el diagnóstico por las características clínicas que son compartidas por otros trastornos del movimiento. Un indicativo diagnóstico suele ser la prueba terapéutica, que consiste en la aplicación de terapia farmacológica con Levodopa (es considerado el fármaco de elección en el tratamiento de Parkinson) por al menos 30 días observando de cerca la evolución del paciente.
El tratamiento de la enfermedad de Parkinson consiste en mejorar, o al menos mantener o prolongar la funcionalidad del enfermo durante el mayor tiempo posible. En la actualidad, el tratamiento puede ser de tres tipos: farmacológico, quirúrgico y rehabilitador.
Desde lo farmacológico, varios síntomas de la enfermedad surgen por falta de dopamina en el cerebro, pero el suministro de este neurotransmisor tendrá el objetivo de reponer las reservas agotadas, pero no resultaría eficaz, ya que la dopamina no puede pasar del torrente sanguíneo al cerebro. De esta manera, los fármacos que se emplean en tratar el Parkinson usarán otros métodos que sirvan de forma temporal, en el cual buscarán imitar la dopamina. El tratamiento quirúrgico, a través de la neurocirugía, era el método que más se utilizaba para tratar el temblor y la rigidez de los pacientes que sufrían esta enfermedad, pero el problema se encontró en que no siempre se tenía éxito en las intervenciones quirúrgicas, a lo que generaba complicaciones de gravedad en los pacientes. Tras el avance de la tecnología, con las técnicas de imagen cerebral, se logró mejorar la precisión quirúrgica recuperando la neurocirugía como tratamiento para algunas personas con enfermedad de Parkinson que, por diversos motivos, ya no responden al tratamiento con fármacos. Por último, en la rehabilitación los pacientes deberán realizar ejercicios con las manos con la asistencia de un logopeda, ya que deberá corregir, por ejemplo, la disfagia, el manejo de objetos, la hipofonía, la ansiedad o la micrografía.
Matías Sánchez