Los conquistadores españoles organizaban los festejos de Carnaval “a la europea”. En los primeros tiempos de la colonia, las clases populares festejaban de manera muy precaria y simple, lo más común era realizar bailes y arrojarse agua.
Las clases altas de Buenos Aires lo denominaban “costumbre bárbara”. En 1770 Juan José Vértiz, antes de ser virrey, condenaba este tipo de manifestaciones. Tal es así que a cualquier persona que tocara el tambor o hiciera alguna de estas expresiones “bárbaras” se lo castigaba con azotes. En la etapa de la revolución de 1810, los festejos eran en las calles y en las plazas.
Con la llegada de Rosas, uno de sus tantos decretos dictaminó que se elimine el carnaval. Convenció que era un retraso para el crecimiento de la patria, ese festejo era cosa de negros esclavos y de gente analfabeta.
Mucho tiempo después, con las inmigraciones de italianos y españoles, a principios de los años 1900, se instalaron 19 corsos. Los más importantes en San Telmo y Montserrat, luego surgió el de La Boca. A su vez, en 1907 desembarcaron en Montevideo una agrupación de Zarzuela, de origen español que fue tomando las calles uruguayas con música, letras satíricas y picarescas. Estas prácticas llegaron a Buenos Aires al poco tiempo.
De este modo, a los festejos se le añaden elementos sonoros afroamericanos e incluyen en sus letras personajes de la mitología carnavalera (Momo, Baco). La característica principal de la murga porteña es que en ella se introduce el baile. Un baile único, típico, resabio (o nostalgia) de ese momento de embriaguez y desequilibrio de los antiguos Carnavales, que surge de la mezcla de los desfiles con pasos y ritmos de los negros (candombe, rumba, milonga, etc.).
En los años 30 nacen muchas murgas, representando a los barrios y haciendo de sus bombos, platillos y demás instrumentos de percusión, una verdadera fiesta popular. El gobierno de Perón y la llegada de la masa obrera del interior a Buenos Aires le da un envión importante: cada barrio tenía 2 o 3 murgas que lo representaban. Los años pasaron y en 1976, con la última y nefasta dictadura, el Carnaval desapareció.
En 1983, en la vuelta a la democracia, sólo sobrevivían 10 murgas. Más tarde, en 1997 estas agrupaciones son reconocidas por el Gobierno de la Ciudad como patrimonio cultural. Mientras tanto, las asociaciones murgueras salían a la calle, marchando por la histórica y carnavalera Avenida de Mayo (lugar oficial), reclamando por la devolución de los feriados de Carnaval. En el 2004 se aprobó la ley 1.322 que declara como días no laborables los lunes y martes de febrero que caigan 40 días antes de la celebración de la Pascua.
Hoy en día, hay más de 160 murgas registradas, que se dividen en A, B y C. Se clasifican por medio de un jurado, y de acuerdo al puntaje pueden descender de categoría. Las que descienden al precarnaval, pierden la participación del próximo carnaval y compiten en el mes de noviembre entre ellas, para lograr el ascenso al Carnaval Porteño.
La Locura de Boedo es una murga conformada por más de 150 integrantes, fue fundada por su director Juan José Molina. En la actualidad milita en la categoría A. Juanjo le manifestó en exclusiva al Círculo de Periodistas Deportivo: “espere 17 años para el ascenso, ya que hubo muchas trabas en el camino, pero estar hoy en día en la A es un sueño hecho realidad”. Por otra parte, se refirió al rol social de la murga: “Integra a los chicos, la murga es una familia, es el apoyo, tiene mucho que ver en el desarrollo de la cultura”. Finalmente, sentenció: “la murga es una expresión de la sociedad, une a las clases más bajas y altas, es identidad del pueblo argentino”.
Por Damián Prendes.
Foto: Gentileza de La Locura de Boedo.