Romina Herrera es una joven de 19 años que vive en Parque Patricios; es fanática de San Lorenzo, de los Beatles y de Rocky Balboa. Si bien hoy es de esas mujeres que contagia alegría, hace unos años la vida no le permitió ser así. «Sufría trastornos depresivos, o por lo menos no encontraba el por qué de las cosas que me pasaban. Fui a médicos (psiquiatras y psicólogos) y tampoco encontraba ese algo que me faltaba, esa motivación de ver a la vida como ‘algo bueno'». Con la guardia baja, llegó al mundo del boxeo, que le cambió la vida para siempre. Desde chica, a Romina le encantaban las peleas, todo tipo de ellas, sobre todo en las que participaba con sus amigos del barrio; «me acuerdo que tenía un amigo que le decíamos ‘Apollo’ porque tenía el carisma de Apollo Creed, pero peleando era un desastre», dejó escapar una sonrisa y continuó: «Él me tiraba con una pelota de tenis para que yo la esquive y así mejoraba mis reflejos, una locura».
A pesar de ser una mujer completamente renovada, Romina aún guarda un poco de esa niña que hoy ve tan lejana, como su fanatismo por Rocky Balboa: “Me inspiró Rocky, claramente. Siempre fui fan de Balboa y es hasta el día de hoy que sigue siendo una motivación, pese a ser una ficción». Una vez que empezó a entrenar, esa motivación la encontró también en su profesor que la ayudó a transformar esos golpes inocentes en golpes previamente preparados, calculados, entrenados. Cada impacto –que daba o que recibía– la hacía salir un poco más de aquel pozo en el que algún día sintió estar: «Me gustaba pegar y también me gustaba que me peguen, porque yo sentía, en cada piña que recibía, un ego. Hay dos tipos de ego, pienso yo: está el ego que quiere devolver esa misma piña y el ego espiritual, que sería no prestarle atención a ésa reacción».
Con el tiempo comenzó a darse cuenta que, más allá de sus manos, también tenía reacción con las piernas; por eso es que se inclinó al mundo del Muay Thai (boxeo tailandés). «Si mal no recuerdo, en el año 200AC, surgió por budistas», explicó Herrera. «El muay thai es muy espiritual, aunque algunos digan lo contrario -porque meterle un codazo en la cabeza a alguien no tiene nada de espiritual- pero uno empieza a conocer hasta donde es capaz de llegar por su enojo y de eso se trata». Su inclinación le permitió desarrollar otros aspectos, que con el boxeo no ponía en práctica, y percibir otras sensaciones: «Subirte al ring, cagarte bien a bollos con el otro que está igual que vos: nervioso, con miedo; con la mente como si fuese un ajedrez, porque ahí no gana el que pega más fuerte, ahí gana el que tiene táctica en la cabeza, inteligencia». «Aprendí mucho, vi mucho, y me pegaron mucho», contó, mientras se reía.
En los dos años que Romina entrenó boxeo peleó cinco veces. «Cuatro gané y una perdí porque justamente me ganó el famoso ego». También pudo bajar 40 kilos, lo que claramente marcó un antes y un después en su vida. «El boxeo me abrió las puertas para muchas cosas», confesó. Y fue más allá: «Pero jamás peleé por plata, (…) sino que me devolvió las ganas de vivir: las ganas de levantarme por las mañanas, salir a correr y decir -uh que bueno, hoy entreno… hoy descargo».
Después de mucho esfuerzo y dedicación, hoy Romina vive otra vida, pero sin olvidar todo lo que atravesó para poder llegar a ser la mujer que ahora es: «El boxeo es un estilo de vida, porque cuando crees que no das más y pensás ‘bueno, sólo queda una round más y listo’, es realmente ahí donde haces la diferencia con todo lo que te rodea. Porque en el ring sos vos. Y en la vida, lo mismo, todo depende de vos».
Lucía Eva Buzzano