El Lollapalooza pasó por cuarta vez por Buenos Aires, con entre doscientas mil y cuatrocientas mil personas que concurrieron a San Isidro. Y más allá de algunos insignificantes inconvenientes –el robo de celulares y los sobreprecios en las bebidas parecen ser los únicos- superó ampliamente las expectativas una vez más.
Uno de los grandes puntos a favor que tuvo el festival fue que las pulseras que entregaba la organización en forma de entradas tenían un chip en su interior que cumplía la función de “billetera”. Uno cargaba ese chip con dinero y ya no era necesario tener los billetes o una tarjeta de crédito encima. En los stands dentro del predio escaneaban la pulsera y el «saldo” iba bajando. Una idea brillante para disminuir significativamente los casos de robo.
La buena seguridad tanto en los chequeos iniciales como en el interior del predio logró un evento armónico, en el que las verdaderas estrellas fueron los artistas que se subieron a los escenarios a entretener a la gente que estaba compuesta entre mayoría de jóvenes y familias.
Los puntos negativos, nombrados al inicio, fueron los robos de celulares durante los famosos “pogos” y los sobreprecios de las bebidas, principalmente. Los “pungas” aprovechaban los amontonamientos masivos de personas durante las canciones para robarlos sin que el individuo se diera cuenta. Y por el lado de los stands gastronómicos, con muy buen nivel y variedad a nivel comida, llegaban a cobrar $70 por una botellita de agua. Una verdadera locura ya que no dejaban ingresar nada al Hipódromo de San Isidro.
Pero más allá de estos detalles negativos, por lo que se pudo ver el fin de semana, el Lollapalooza ya es una cita obligatoria siempre y cuando la billetera lo permita, ya que la entrada rondó los dos mil pesos por los días de festival. Con un excelente nivel musical y una buena gastronomía es un gran espectáculo garantizado.
Martín Feijóo y Nicolás Albino