“Solo la voluntad del pueblo es legítima”. Esa fue la respuesta de Pierre cuando Anna Pávlovna le interrogó: “¿cómo llama usted intrigas al modo de devolver el trono a su legítimo dueño?”. Guerra y Paz está situada en una época acontecimental. Las efectuaciones de la Revolución Francesa habían abierto el horizonte para un mundo distinto, el mundo burgués que venía en camino. Pocos años después Marx describiría este nuevo mundo con la maravillosa frase: “todo lo sagrado es profano”.
El primer capítulo gira en torno a dos figuras. La primera es Napoleón. Y para analizar la postura de la aristocracia petersburguesa me gustaría referirme a dos conceptos psicoanalíticos. Uno es el de Gran Otro, Napoleón es en el primer capítulo un Gran Otro. Una suerte de Dios que recorre Europa sin temor ni piedad, imponiendo bajo el mandato de su espada el nuevo orden traído por la Revolución. Desvaneciendo viejos placeres para instalar otros. Volviendo profano todo lo que para la aristocracia es sagrado. De allí que Napoleón siempre esté de fondo, siempre sea un Dios cristiano, si tenemos en cuenta aquella magnífica frase de Nietzsche que rezaba: “el cristianismo es una metafísica de verdugos”. Debe ser odiado naturalmente, pero es odiado en tanto la incapacidad de una clase social para prevenir que su momento histórico ha pasado.
Y a partir de aquí entra una cuestión clave: la guerra. La obsesión por la guerra es simplemente el reflejo de la capacidad de impensar estos nuevos mundos por parte de la aristocracia. Pero también la necesidad de la guerra es el modo en que la burguesía se siente legítima en sus reclamos de creer que ha llegado el momento del mundo nuevo, que no importa cuales sean sus consecuencias. Siempre he dicho que la guerra es el único mecanismo de purificación efectivo que han inventado las sociedades para rescatarse a sí mismas, para poder empezar de nuevo. Ahora lo mantengo.
El capítulo VII nos muestra un diálogo sobre esta inconmensurabilidad. La educación parisina de Pierre no le previene de ir destrozando los manierismos propios de la aristocracia. Esos pequeños rituales casi imperceptibles, y que solo un genio como Tolstoi puede mostrar, es en lo que una clase social basa sus confianzas. Sus formas del ser. Pierre no cultiva las maneras de la vida petersburguesa, en cambio las reta constantemente. Es ingenuo. “Es el mayor genio de nuestro siglo” dice Pierre en casa de Anna Pávlovna, es como decir “Chávez es el mayor hombre que ha parido esta patria desde Bolívar” en casa de Miguel Henrique Otero. De ese modo Pierre, con su ingenuidad, va destruyendo toda la legitimidad de una clase social que empieza a crear ídolos en el enemigo.
¿Es realmente Napoleón un enemigo de la aristocracia? Sí y no. Napoleón es aquello que Hegel llamó un mediador evanescente, es decir, una figura que es capaz de mediar entre dos mundos inconmensurables y que por tanto ayuda a pasar de uno a otro en la medida en que se diluye. Napoleón representa los intereses de la burguesía, pero solo creando instituciones aristocráticas pudo salvar a la burguesía de sí misma, y de su radicalización jacobina. Esto lo ve el personaje más importante de la novela, por ahora, el príncipe Andrei. Está en el príncipe Andrei ese cuestionamiento por la insignificancia de un mundo que él tiene por absoluto. Andrei sabe que la Aristocracia tiene como límite un salón de baile, el cultivo de sus afeminados manierismos, el chisme y la intriga como aquella que se desata por la herencia del conde. Andrei presiente que Napoleón encarna otra cosa, y es así ya que para la burguesía no hay límites espaciales, en palabras de Marx, se propone conquistar el mercado mundial.
Por supuesto, Andrei es ruso, no es francés ni inglés, por lo tanto no compite por la hegemonía del sistema histórico capitalista. Él, es solo el representante de una clase caduca, en un país donde el capitalismo está en su fase mercantil. Pero Andrei presiente que mediante la guerra quedan todavía algunas cosas abiertas. Y esas cosas no son sociales, son si se quiere, cuestiones metafísicas, preocupaciones existenciales. Aún en él, ese odio a la sociedad aristocrática se encarna, en un odio a su esposa “la princesita”, pero me atrevo asegurar que en adelante ese odio de Andrei encontrará mejor lugar que su esposa. En la guerra Andrei se prepara para una epopeya, lejos de “los saloncitos” quizá se encuentre consigo mismo, y como siempre nos recuerda Neruda, puede ser la hora más feliz o más amarga de sus días.
Lo que se quiere es resaltar el valor político de la obra; esa resonancia espiritual que, a casi siglo y medio de su publicación, Guerra y paz aún nos transmite. De igual forma no son innecesarias algunas puntualizaciones históricas y biográfica.
Como habrán notado, la trama de Guerra y paz se desarrolla en el transcurso de las llamadas “Guerras Napoleónicas” o «Guerras de Coalición», ubicadas entre finales del siglo XVIII y el año 1815.Por su parte, Tolstói nació en 1828 y murió en 1910, y escribe Guerra y paz alrededor de 1864. La obra se publica por fascículo desde 1865 a 1869. Fecha en la cual tiene lugar la guerra de Crimea (1863-1866), de donde proviene una modesta experiencia bélica del autor. Se trató de un conflicto entre los imperios Ruso y Otomano, que concluyó con la capitulación del primero y la supervivencia del segundo. Tal conflicto fue antecedente importante de las guerras inter-imperiales de finales de ese siglo.
De manera que el contexto histórico de Tolstói no es muy distinto al que se nos impone hoy a manera de “Imperio del Caos” (recomendación: “¡Arriba la guerra civil, abajo el humanismo!”, de Pepe Escobar, en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=197885). Con la salvedad nada desdeñable de que lo que hoy parece tener lugar es una organización imperialista del caos y del miedo colectivo. Los ejércitos de hoy son mansedumbres bien administradas.
Pero el eco político-espiritual de Guerra y paz no parece solamente una cuestión de contextos históricos. Ya en el Manifiesto de Marx y Engels está claro que el caos es signo vital del capitalismo histórico (véase capítulo sobre Burgueses y proletarios).
Desde el primer capítulo, la obra de Tolstói parece decidida a revelarnos la espiritualidad social que subyace a ese caos, los detalles más minúsculos de la vida social. Es eso lo que resaltó Lukács en un pasaje de su Teoría de la novela (1916) al referirse a nuestra obra en cuestión.
Durante el primer capítulo, dijérase que el narrador no es sino un cronista del mundo de vida aristocrático. En parte por esta inclinación a la descripción mínima es que Tolstoi es conocido dentro de las clasificaciones literarias como uno de los padres del realismo literario. En todo caso, lo importante no es la técnica literaria en sí, sino la manera en que se sirve de ella para emprender lo que viene a ser su gran genio artístico e intelectual: el relieve de los espíritus, la avidez contradictoria de las almas.
La vida aristocrática de San Petersburgo en Tolstói aparece como «paz precaria», llena de intrigas y propensa a la nimiedad, aderezada por un moralismo que raya en lo ridículo. Las mujeres, todas especialmente descritas, son proporcionalmente bellas y vacías. (Salvo María, que vive junto con su rígido padre en una provincia rusa, y cuya fealdad es proporcional a su fe religiosa). Los jóvenes también son cuidadosamente tratados por el pincel tolstoyano. En ellos, parece reconocer los mejores atributos de su sociedad.
Y es que ese régimen superfluo –nos advierte Tolstói- no es ajeno a las contradicciones: el príncipe Andréi aparece como síntesis de un sentimiento impropio, de una voluntad y lucidez desencajada de la moral y del estado de cosas de su sociedad. De ese hastío yace la propensión hacia otro régimen, aquel que se desarrolla –hasta ahora- al margen de la pacífica y patética vida aristocrática: las guerras napoleónicas.
No es casual que buena parte de los jóvenes se alisten a la guerra sin demora y, paradójicamente, que el nacionalismo en ellos sea tan ínfimo, casi inexistente; a veces hasta con simpatía hacia Napoleón (imposible no recordar al capitán Willard, del filme Apocalipsis Now).
En este contraste, que nos recuerda otro gran filme: Amores perros, es donde radica la genialidad que encontramos desde el primer capítulo de Guerra y paz. En palabras de Lukács, «Tolstói sitúa en el centro de su atención la contradicción entre los protagonistas de la historia y las fuerzas del pueblo». De lo que se trata es, pues, de la «singularidad de la vida anímica» (Lukács dixit), esa que nos lleva a la excitación con un libro como Salsa y control; la «historia más recóndita» que alguna vez atribuyó Benedetti a la poesía.
Por Robert Linares