Ya había oscurecido cuando ingrese en el salón del Teatro Lope de Vega. Había conseguido la entrada unos días antes, por lo que me había dado tiempo de conciliar mi sueño de actor y reencontrarme con el arte del teatro.
Mientras hacía la fila de ingreso en la esquina de Pedro Lagrave, los recuerdos de las horas pasadas detrás del telón sin poder recordar una mísera línea del libreto, me sucumbían en un desvelo desgarrador. Mientras avanzaba paso a paso a la puerta, alzaba la vista al cielo repleto de nubes que daban pie a una lluvia próxima a aparecer.
Temí haber perdido el boleto al revisar el bolsillo equivocado, y mientras el acomodador de traje negro y corbata roja me miraba de reojo, recé por que no reconociera al joven que un día había escapado del ensayo y no había regresado hasta ese día.
Pase la primera prueba, recorrí el pasillo del hall central donde grandes cuadros y fotografías decoraban unas blancas paredes y separaban la espera del salón. Ingrese por la puerta de la izquierda, ya que la puerta derecha siempre me había resultado tentadora para salir, y vi como el número de filas desocupadas se extendían hasta las primeras dos, repletas de familiares y amigos de los actores.
Me acomodé en el asiento F de la fila 16. Me recosté sobre la butaca de tapiz rojo. Solo en ambas direcciones, me detuve a mirar fijamente la decoración de la acción: una única silla de madera, un paisaje desenfocado y las cortinas tendidas. Aún restaban unos minutos, sin entusiasmo di silencio al posible sonido del celular y espere el devenir.
Unas quince personas aguardaban el comienzo, entre la penumbra y el ambiente tenue que acompañaba la decoración. Esperé sin expectativas de volver a emocionarme. ¿Por qué me encontraba allí, una noche de viernes, a vísperas de una lluvia molesta, para ver una obra de teatro?
¿Qué estaba pensando cuando decidí volver a internarme en un sitio tan ajeno y cercano? La soledad casi total, entrelazada con la oscuridad abrigadora del recinto del arte teatral me rodeaba completamente. Esperando la función, los pensamientos inundaban el ambiente y dejaban en libertad la imaginación del espectador. ¿Qué esperar de un sitio así?
El sonido rompió el silencio. Las cortinas se retiraron y dieron lugar a la obra. Un hombre apareció sentado en la silla de madera y comenzó a relatar el inicio de una historia. Un poco distraído, no tomé nota del cambio que había tenido el fondo desenfocado. Resulta que me olvidé su nombre apenas lo mencionó, el orador parecía mirarme fijamente y me hizo olvidar completamente de dónde estaba y solo podía centrarme en su voz. Cada palabra que pronunciaba describía una historia de mala fortuna entre un hombre y su pasión, representada por detrás en las sombras. Quizás aquella persona no miraba hacia el asiento F fila 16, pero había logrado transportarme hacia su desventura, y había generado en mí un sentimiento que creí perdido.
Y el tiempo pareció olvidarse de cómo funcionar y sin más, la obra llegó a su fin. Me levanté sin pensarlo, y mis manos, que se acercaban y alejaban con rapidez, acompañaban lo que mis labios expresaban: ¡Qué lindo es el teatro!
Por Matías Díaz