«Siento el gusto amargo de la injusticia». Con esta frase pronunciada por Dilma Rousseff en el Senado, se resume toda su impotencia ante el proceso que finalizó con su destitución. Esta determinación le pone un punto final a un proceso que comenzó en diciembre de 2015 en el Parlamento por graves irregularidades fiscales.
Rousseff ha sido hallada culpable de alterar los presupuestos mediante tres decretos no autorizados por el Parlamento y de contratar créditos a favor del Gobierno con la banca pública, algo que ha negado en una gran cantidad de oportunidades.
Desde que los aliados del Partido de los Trabajadores (PT), a saber, Michel Temer, vicepresidente en aquel entonces, y Eduardo Cunha, titular de la Cámara Baja, decidieron cambiar sus convicciones para hacerse con la Presidencia, ha sido una larga caída estipulada de la sucesora de Lula.
Cuando Dilma se dispuso a reaccionar y formar nuevas alianzas, el reloj no jugó a su favor. El caudal político que logró en las elecciones de 2010, y que renovó hace dos años con alrededor de 54 millones de votos, estaba acabado.
Su falta de liderazgo y la forma de ejercer el gobierno hizo que sus socios se sintieran despreciados. Así, se convirtieron en obstáculos imposibles de salvar dentro de un contexto de crisis económica y descontento popular.
El sabor de victoria le duró poco y cayó en las redes de la política brasileña. Fue su propio vicepresidente el que se movió para desbancarla, aprovechando maniobras fiscales en su mandato.
Y ese mismo vicepresidente se convirtió en el primer mandatario y fue confirmado por el propio Senado. Michel Temer continuará en el cargo hasta el 1 de enero de 2019, periodo por el cual fue reelecta Rousseff.
Ahora sí, Dilma podrá descansar y ocuparse de sus nietos, una de sus pasiones, según afirma, y podrá recuperar su vida en Porto Alegre, a los 69 años, donde fijará su residencia.
Huertas, Lanzillotta, Lozano Seeber, Silvera, Villarruel