Recopilamos una exquisita nota del 2007 del periodista Jorge Fernández Díaz, publicada en el diario La Nación, titulada «Fuimos periodistas». Feliz 7 de Junio para todos los colegas, grandes cultores de esta bendita profesión.
Emilio Petcoff era, a un mismo tiempo, periodista y erudito. En una profesión donde todos somos expertos en generalidades y formamos un vasto océano de diez centímetros de profundidad, Emilio resultaba exótico y admirable. No se lo recuerda mucho, pero fue uno de los grandes periodistas argentinos de todos los tiempos. Ya de vuelta de casi todo, escribió en Clarín crónicas policiales del día. Salía por las tardes, merodeaba comisarías, gangsters, buchones y prostitutas, y luego tecleaba en su Olivetti historias oscuras que destellaban genio. Una de esas crónicas perdidas (cito de memoria) comenzaba más o menos así: «Juan Gómez vino a romper ayer el viejo axioma según el cual un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Su cabeza apareció en la vereda y su cuerpo en la vereda de enfrente».
Petcoff parecía haber leído toda la biblioteca universal y hablaba diversos idiomas, pero prefería el estaño a la academia y largas veladas de whisky y citas filosóficas en cafetines de cuarta a cualquier fiesta de vanidades en la sede de una empresa anunciante o en un cóctel de canapés de la Cancillería. Lo conocí en su casa de Barracas, y mientras nos comíamos una milanesa acompañada con vino y soda me dio varias lecciones de literatura y de supervivencia. Me contó, en aquel entonces, que él había trabajado con el mejor cronista argentino del siglo XX: un hombre paradójicamente ignoto y analfabeto que conseguía cualquier información por más difícil que fuera. Petcoff hacía del periodismo un arte mayor, y no se preocupaba ni por la inmortalidad de su nombre ni por la suma de su cuenta bancaria. Era un bohemio lúcido y necesario, y la redacción del diario donde trabajaba tuvo que hacer una colecta para comprarle un sobretodo nuevo, porque el anterior tenía quince años de vida y se había convertido en una colección de andrajos. «Para qué tanta historia antigua», diría Emilio si me escuchara: murió el 7 de mayo de 1994. Esta historia antigua viene a cuento en este nuevo Día del Periodista para recordar lo que alguna vez fuimos.
Petcoff era uno de los últimos representantes de una generación de periodistas inolvidables que no pretendían hacerse ricos y que ni siquiera soñaban con la firma ni con la fama. Sólo querían parar la olla y hacer con arte este oficio maldito. Codiciaban, a lo sumo, ligar algún viaje de trabajo de vez en cuando y, por supuesto, escribir aquella novela que no escribirían nunca. Nada sabían del marketing ni del gerenciamiento, nunca firmaron un autógrafo ni ambicionaban una casa con pileta de natación. No conocían ni de vista a los anunciantes y, a veces, caían en el pecado de la fantasía. No eran perfectos, no todo tiempo pasado fue mejor. Pero aquellos periodistas eran escritores, tenían agallas y talento, y la humildad de los que saben que no saben. Es paradójico: ellos sabían mucho más que nosotros, pero no pretendían opinar de todo, como hacemos con irregular suerte. Aquellos muchachos de antes, que leían todo, tenían la opinión prohibida, por pudor y por prudencia. Algunos muchachos de ahora, que saben perfecto inglés pero tienen problemas con el castellano básico, son «todólogos» entusiastas, próceres mediáticos, salvadores de la patria, ricos y famosos, y predicadores de cualquier cosa. Es decir, predicadores de la nada.
Aquellos empecinados orfebres de la pluma tenían mucha calle y eran nómades por vocación. La joven guardia, en cambio, no es nómade sino sedentaria. No va a buscar la información, la espera para adornarla.
La preocupación consistía en haber leído a Sartre y a Camus. Hoy pasa por tener un programa de radio o aparecer en el cable para levantar publicidad. Antes se buscaban informantes y papeles ocultos. Hoy se busca «temática y target «. Antes se mataba por un dato, hoy se mata por un aviso.
Aquellos parecían heridos existenciales, mezcla lunática de artistas irresponsables y servidores públicos, y, como muchos poetas trasnochados, derivaban melancólicamente hacia el alcohol. Estos son vulnerables al elogio y proclives al lobby , juegan al golf, viven en countries y aparecen tostaditos y pasteurizados en las vidrieras de las celebridades.
Viene ahora la advertencia de rigor: esta profesión tenía antes y tiene ahora la misma cantidad de canallas y de mediocres. Muchos periodistas de aquel entonces resultaron mitómanos incurables, y muchos periodistas de ahora se preocupan por ser nobles y rigurosos, y por cuidar el sustantivo y el verbo, a pesar del enorme vacío de la época. Pero haciendo estas salvedades, cuánta modestia y cuánto conocimiento, y cuánta autocrítica debemos cruzar todavía. Y qué cruel hacerlo bajo este imperio del maltrato, cuando los políticos compran medios para manipular periodistas, funcionarios manejan la publicidad oficial para amordazar a los críticos y hasta el presidente de la Nación nos sacude bofetadas públicas desde los atriles.
Pero lo cortés no quita lo valiente. El periodismo es necesario para la democracia, y el periodista debe ser defendido, pero también debe revisar permanentemente sus pecados con el simple propósito de enmendarse, de aprender y de no volver a cometerlos. Asumiendo que quizás, al final de todo, el peor de los pecados no sea, como decía Borges, la desdicha, sino la mediocridad.
El viernes 13 de abril un periodista de mi generación y de mi diario, un hombre culto y modesto, un veterano cronista de cien batallas que nunca buscó la notoriedad, bruscamente la obtuvo por el simple método de darse un chapuzón. Mariano Wullich apareció ese día en una foto de tapa del diario LA NACION: por curiosidad personal y no por otra cosa se había embarcado en el Irízar, y después de haberse duchado, en la noche del martes 10, encontró humo en su camarote. Poco más tarde tenía puesto un chaleco salvavidas y estaba en cubierta, preparado para abandonar el rompehielos, que se incendiaba en medio del océano. Wullich bajó por una escalerilla y saltó para abordar la balsa, pero de pronto una ola se la arrebató y cayó al mar. Fue un instante helado e interminable: Mariano estaba varios metros bajo el agua fría, en mitad de la oscuridad y de los tiburones, a 140 millas náuticas de la costa y junto a un barco que amenazaba con explotar. El salvavidas primero, y dos suboficiales después, le salvaron el pellejo. Pero estuvo seis horas mojado, con la angustia del náufrago, el terror del resucitado y los pensamientos más lúgubres hasta que un pesquero rescató a su grupo.
La travesía a casa fue lenta y penosa, y cuando tocó Ezeiza, nuestro gran jefe de noticias, le pidió que escribiera urgente la crónica en primera persona. Mariano llegó a su departamento, lloró un rato, se bañó, se tomó un whisky, se vistió rápido y sin más trámite se vino a la redacción. Aquí estaba de repente, en saco y corbata, escribiendo su columna con el mismo profesionalismo de siempre. Al verlo tuve un escalofrío. Me acerqué a abrazarlo: le temblaban el pulso y la voz. Tenía todavía un susto de muerte, estaba agotado física y mentalmente, podría haberle pasado la información a cualquiera desde su cama, pero aquí estaba de repente, cumpliendo su viejo oficio con arte y valentía, con su camisa celeste y su corbata anudada, con la dignidad de aquellos periodistas que fuimos. El fantasma de Emilio Petcoff le dictaba los adjetivos y los párrafos brillantes. Era tan importante en ese momento: Mariano estaba salvándonos a todos. Nos estaba salvando del vacío.